Las Patronas en L´Osservatore Romano
Con motivo de la visita del Papa Francisco a Méjico, el diario Vaticano L´Osservatore Romano publica un artículo-entrevista con Norma Romero, de las Patronas de Veracruz, que estará con nosotros en Marzo. Ver texto debajo.
Las Patronas y su ayuda a los migrantes que se dirigen al Norte
Un tren llamado la Bestia.
Atraviesa México y representa la vía principal de la migración entre América Central y los Estados Unidos.
Por SILVINA PÉREZ
Parece imposible que haya todavía quienes parten cuando la muerte por el camino a recorrer se ha convertido ya en una historia habitual. Y sin embargo, cada año son miles los que emprenden una carrera dramática que comienza con un salto y tiene un solo objetivo: la frontera norte. Hay un tren que atraviesa México de Sur a Norte pasando por cuatro mil kilómetros entre bosques y desiertos hasta el Río Grande y que transporta a la mayor parte de los migrantes hacia la estación donde se llega al último obstáculo para alcanzar su sueño. «La Bestia» —así se da en llamar comúnmente el tren que realiza este itinerario, con su carga de dolor— merece su nombre: muertes y mutilaciones por accidentes están a la orden del día, junto a extorsiones, homicidios y violaciones.
Miles son los migrantes que desaparecen simplemente en la nada. Los niños y las mujeres están más expuestos a los peligros del viaje. «Hay que experimentar la pobreza para comprenderlo. La necesidad de creer que hay algo más que la miseria y el abandono es más fuerte que cualquier muro, que cualquier río, que cualquier mafia, que cualquier crisis». Es la fuerza de quienes no tienen nada que perder.
Son palabras de Norma Romero Vásquez, que, mientras habla, se encuentra junto a las vías teniendo en las manos tres botellas atadas con una cuerda. La Bestia chirría sobre las vías mientras entra en la estación, los ruidos se amplifican. La tensión crece. La carga humana que ha llegado hasta allí ha recorrido ya centenares de kilómetros utilizando todo tipo de medios: los propios pies, embarcaciones, autocares y una de las líneas ferroviarias conectadas con Ciudad de México, principal vía de transporte para centenares de migrantes provenientes de América Central y cuya meta es Estados Unidos.
Aferrados al tren van cientos y cientos de personas: montados sobre el techo de los vagones o también colgados del costado del tren junto al cual se encuentra la mujer se estiran hacia el vacío cogiéndose de los bordes de las aberturas y de otros asideros. Al oír los pitidos del tren que se avecina, Norma pone manos a la obra. Unas cucharadas de arroz en una bolsa de plástico bien anudada y una botella de agua, todo ello lanzado con pericia desde el costado de las vías a través de los portones abiertos de los vagones de mercancías, con su carga de hombres, mujeres, niños y esperanzas.
En la desolación del viaje, un punto de esperanza y de alivio está representado por la pequeña ciudad de Guadalupe (o La Patrona), en el Estado de Veracruz, en el sur de México. Menos de cuatro mil habitantes entre montañas y bosques, una carretera estatal que une las pequeñas ciudades de Amatlán de los Reyes, Coetzala y Cuichapa.
Las Patronas —como su comunidad ha dado en llamar a estas mujeres— trabajan juntas para ofrecer comidas sencillas a los centenares de migrantes que atraviesan su territorio a bordo de trenes de mercancías que circulan día a día de Sur a Norte en dirección a los Estados Unidos. Norma Romero Vásquez es la líder del grupo. El documental Las Patronas, realizado por Javier García, es la historia de un grupo de campesinas mexicanas que no hicieron como si nada pasara en relación con el tren de mercancías que pasa por su aldea llevando a miles de personas desde los países de Centroamérica hasta la frontera con los Estados Unidos.
En poco más de quince años, Guadalupe se ha convertido en la Lampedusa latinoamericana. Una aldea pequeña pero que representa un punto neurálgico de la migración entre América Central y los Estados Unidos. «Muchos años atrás el tren no llevaba gente —relata la más anciana de las mujeres, delgada, con la piel arrugada por una vida transcurrida cortando caña de azúcar—, pero después comenzaron a subirse al tren, cada vez más. Parecían moscas pegadas a los vagones. Creo que lo que hacemos por ellos se debe a la enseñanza de nuestros padres: respetar a las personas y, sobre todo, amarlas. Amar no cuesta nada».
El objetivo de la cámara enfoca ahora a un muchacho: está sobre el techo del tren en marcha, sentado sobre el vagón en movimiento. El viento le hace temblar la camiseta. «Cuando no se puede mantener a la familia, uno se marcha fuera. Venimos de Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Honduras. Quiero ir a los Estados Unidos de América para trabajar y dar de comer a mis hijos. No me importa tener la residencia, solo me importa su futuro».
Subirse al tren no es fácil. En estos trenes se transportan materias primas y productos agrícolas junto con aquellos mismos que han intervenido en su extracción y que irán a procesarlos con su trabajo en las grandes fábricas del Norte. Quienes lo han vivido cuentan acerca de jóvenes que quedan mutilados o que apenas logran evitar las ruedas del tren. Está también la historia de Carlos María, de 26 años, ingresado en Ciudad de México. El tren en movimiento le cortó la pierna derecha por debajo de la rodilla cuando, como muchos otros compañeros suyos, cayó agotado sobre las vías. Soñaba reunirse con su familia en California, un sueño que ha quedado trunco y brutalmente despedazado. Sentado en una silla junto a su cama del hospital relata el «pequeño» incidente que le impedirá para siempre tener una existencia normal. Saltando sobre la pierna que le ha quedado dice en una toma de primer plano, como si nada pasara: «Volveré a Los Ángeles». Resulta emotivo el material de archivo en el que intentan encaramarse al tren dos padres que se pasan la hijita de pocos años, mientras esta grita. «Un día —explica Norma— nos acercamos al tren y los hombres nos gritaron: «Madre, tenemos hambre». Regresé a casa y dije: «Tenemos que darles comida». No sabíamos quiénes eran». Eran migrantes que afrontaban un viaje de veinte días bajo el sol y la lluvia hacia la esperanza. Algunos no comían desde hacía cinco días, estaban cansados, hambrientos. La familia de Norma puso manos a la obra: prepararon botellas con agua, arroz, tortillas. Cocinaron judías con tomate para hacerlas más sabrosas. Después, se acercaron de nuevo a las vías. «Cuando el maquinista nos vio y el tren comenzó a pitar, la gente se asomó. Entonces comenzamos a lanzar la comida y el agua».
Los vecinos querían denunciarlas. «¿Qué mal hacíamos dando de nuestra comida a gente hambrienta? No había organizaciones humanitarias». Era el año de 1995. Tendrán que pasar casi veinte años para que llegaran los reconocimientos. El obispo de la diócesis de Saltillo, México, Mons. José Raúl Vera López, fue uno de los primeros que pidió un reconocimiento internacional para este grupo de mujeres que trabajan gratuitamente a favor de los migrantes. Para las Patronas pasar de la palabra a la acción ha significado desafiar los lugares comunes sobre la inmigración que rigen en el pensamiento de sus mismos conciudadanos: a menudo, las mujeres, además de preparar la comida para los indocumentados, hospedan a los migrantes que se encuentran en condiciones críticas de salud tras días y días de viaje expuestos a la intemperie. Desde el Gobierno no llega ayuda alguna: el «comedor» que levantaron Norma y sus hermanas fue construido en un terreno que es propiedad de su padre, sin ayuda municipal o estatal alguna.
«Para huir de los controles, los clandestinos intentan atravesar el desierto de Arizona, donde la temperatura llega incluso a los cincuenta grados, o bien el río, que tiene corrientes fortísimas. Esto ha aumentado el número de las muertes por deshidratación o ahogamiento entre los que intentan entrar ilegalmente a los Estados Unidos. Y eso siempre que no caigan víctimas de las garras de los llamados «polleros», los traficantes de vidas humanas. «Los «pasadores» —agrega Rosa, voluntaria desde hace más de diez años en el grupo—, después de haber cobrado cifras enormes, a menudo los «despluman» y los abandonan en el desierto».
Entre tanto llegan otras personas a ayudar, como la cuñada de Norma: «Yo pensaba: por qué voy a tener que hacerlo? Hasta que un día se detuvo un tren cargado de más de quinientas personas, y tuve miedo. Muchos comenzaron a descender de los vagones y rodearon mi furgón. En ese momento comprendí que no querían robarme ni golpearme, sino que lo que buscaban era solo ayuda. Me pedían ayuda. Ver a esa mujer que se arrodillaba delante de la puerta de casa: no podré olvidarlo nunca más. Solo habría que arrodillarse delante de Dios, y, en cambio, la desesperación obliga a estas personas a suplicar para recibir ayuda».
Norma se conmueve al recordar una historia que le relataron. Se trata de un muchacho que, agotado tras días de frío y de ayuno, se había dormido feliz porque, gracias a ellas, había podido saciar su hambre. Pero el tren frenó bruscamente, y cayó. Sus compañeros de viaje cuentan que murió lleno de agradecimiento, sabiendo que en el mundo existe gente de corazón. «Si no estuviésemos nosotras —comenta Norma—, podrían pensar que no hay más esperanza».